Cruzó con sigilo el pasillo desierto.
(¡Desierto!).
Alcanzó la salida y contra la claridad de la luna estaba el cerco, indiferente, como si no importara que fuera cerco.
Fue fácil escalarlo y saltar al otro lado.
Y corrió, corrió por mucho tiempo. Sentía que un hueso nuevo y de hielo se había instalado en la planta de sus pies y cada tranco era un padecimiento desconocido, pero continuó la carrera.
Había que poner distancias, muchas distancias entre su libertad y los gritos, los silencios, los apremios, las obligaciones, las recriminaciones, las incomprensiones, las injusticias, los castigos, las indiferencias, las desesperanzas, el cansancio. El tiempo era propicio. La oportunidad no se repetiría.
Entonces dijo a su amiga, esa amiga obligada, de la que había creído, por fin, desprenderse “Está bien, si insistes, puedes venir conmigo, pero debes prometer que estarás junto a mí, completamente. No quiero que camines delante ni atrás de mí, ni que te agrandes, ni que te encojas, ni que te dupliques, no importa de donde vengan las luces” La amiga asintió.
Y allí, entre el día y la noche, entre el frío y la tibieza, entre el pasado y el futuro, permanecieron juntas hasta que, en su presencia, el tiempo las borró. Entonces, con cierta angustia, comprobó que la transmigración no era dogma.
DR 2004